No contradiremos nosotros esa sentencia. Es difícil recordar partidos perdidos esta temporada por mala fortuna, y por el contrario fácil evocar muchos en los que la suerte o el acierto de esos dos jugadores dieron puntos sin los cuales el Betis habría caído a Segunda. De hecho el juego verdiblanco ha sido casi tan lamentable como en la ignominiosa temporada de los 25 puntos, y sólo la ausencia entonces de un buen portero y (de facto) de Castro diferencian esa temporada de esta. Por tanto, este post tratará de averiguar y explicar las causas del espantoso juego bético esta temporada.
Para ello trataremos de eludir el fácil debate entre melistas y maciaístas, esto es, entre los que culpan de ese juego a los entrenadores y los que culpan a la falta de calidad de la plantilla –de la que hablaremos en próximas entradas–. Probablemente el elenco no era tan bueno como creía Mel cuando no le ponía un pero en agosto, en tiempos en que tenía buena relación con su director deportivo; pero tampoco tan malo como para justificar el paupérrimo juego realizado. Por demás, el que aquí estimábamos como peor defecto de la plantilla, la falta de gol y de alternativas a Rubén, quedó afortunadamente en un cierto segundo plano gracias al acierto del canario.
El arranque de temporada: el tiquitaca
El Betis de Mel había rematado el ascenso con un vistoso fútbol de toque en el que un mediocampo de buena elaboración y sin extremos auténticos –con Ceballos y Portillo como falsos– surtía a dos delanteros. La plantilla conformada tras el ascenso, con cuatro delanteros puros y llena de tocadores de balón de físico escaso (como Portillo, Van der Vaart o Joaquín) parecía invitar a seguir ese camino, y así lo hizo Mel en los primeros partidos en casa. En su nuevo mediocampo titular aparecía como novedad Joaquín por un Ceballos por entonces con la cabeza en otra parte, y Petros y Van der Vaart se alternaban respectivamente con Torres y Portillo, pero la idea parecía la misma: buscar posesiones largas, ahogar al rival cerca de su área y acompañar a Castro con un segundo delantero –al menos en los partidos de casa–. La cosa empezó funcionando bien: el Betis sumaba once puntos en las primeras siete jornadas. Sin embargo el inmerecido tropiezo ante el Deportivo en la quinta y una fea victoria en Vallecas empezaron a hacer bullir en la mente de los técnicos béticos ideas nocivas. Pronto las pondrían en práctica.
Mel pierde los papeles: los errores tácticos
La derrota en casa ante el Espanyol, fruto de una mezcla de infortunio, desconcentración –volvían ese día los goles en contra tempraneros, de nefasto recuerdo para el bético– y de un error táctico muy concreto de Mel, unida a algunas afortunadas victorias fuera de casa y un par de buenas defensas numantinas con diez, convencen a Mel y su cuadro técnico de que su plantilla no está hecha para el toque sino para el patadón y el juego ultradefensivo, de líneas juntitas y un solo delantero. Transmutado en un moderno Clemente, Mel se desorienta y su Betis se despeña. Tratemos de explicar por qué.
El primer error, repetido por Mel y luego por Merino, ha sido descrito en este blog hasta la hartura. Nos limitaremos a explicarlo brevemente a partir de los esquemas de tres partidos:
Como vemos (en verde el esquema defensivo del equipo; en blanco, ya con balón), Petros se juntaba con el falso extremo izquierdo, o tenía que hacer extraños movimientos para evitarlo. En el primero de estos partidos (jornada tres), aún victorioso, habíamos detectado aquí el problema pero no la solución (echamos en cara a Portillo que "está muy bien que juegue como interior, pero debe cruzar menos al lado contrario del campo porque es innecesario y luego llega tarde y cansado a defender su parcela"; pues no: era necesario). Desgraciadamente Mel no fue capaz de ver en diecinueve jornadas ni problema ni solución: al jugar con falso extremo izquierdo y a la vez situar a Petros una y otra vez a la izquierda de su mediocentro de cierre –o, simplemente, obviar ese detalle– ocupó irracionalmente el espacio y condenó a la ruina a sus interiores, tal vez la pieza más decisiva en este tipo de fútbol. Cambiar de lado a Petros y N'Diaye, sencillísimamente, habría mejorado mucho las posesiones béticas: con metros disponibles cualquier jugador parece bueno.
Derrotado tres veces en casa y triunfador fuera en noches de fortuna, Mel decidió, como queda dicho, cambiar de modelo de juego a uno contragolpeador. Así no sólo traicionaba sus antiguos principios futbolísticos, sino que –a nuestro modesto entender– cometía dos errores más:
- Prescindir de un segundo punta que acompañase a Rubén, lo que apenas produciría frutos defensivos (en todo caso se acababa defendiendo en algún tipo de 4-4-2) y sin embargo dificultaba mucho la salida en largo y anunciaba, como escribimos aquí entonces repetidas veces, un Betis escasísimo de gol, pues muy poco tenía en segunda línea y además Mel jamás trabajó bien el balón parado. Efectivamente, el Betis acabó la temporada como equipo menos goleador de las grandes ligas europeas, con amplia diferencia, y ello a pesar (deo gratias) de Rubén Castro.
- Con una plantilla de veteranos y jugones, con más técnica que físico, y sin extremos rápidos (culpa esto de Macià, pero un hecho insoslayable a esas alturas), las distancias a salvar hasta la portería rival serían imposibles, y entrar en un juego de pelotazos y segundas jugadas, absurdo. Sin la menor voluntad de dar tres pases seguidos tampoco era posible plantear una presión alta que cogiese al rival encerrado. Como en los peores tiempos de Velázquez el Betis, sencillamente, no tenía plan de juego, más allá de apretar los dientes, evitar errores y encomendarse a Adán y Rubén.
Mel se enrocó entonces en pedir un extremo a la carta –curiosamente nunca usó ahí a Piccini, aparentemente mucho más útil para ese fútbol que el Portillo de turno– y culpabilizar a la configuración de la plantilla del mal juego del equipo. Sin ilusión, el equipo era una ruina táctica: incapaz de jugar a dos o tres toques y sin la menor voluntad ni mecanismos de salida de balón por bajo, su ataque quedaba reducido a pelotazos y carreras individuales, para desesperación de los Portillo, Van der Vaart, Ceballos, Joaquín o Castro; se juntaba cuando había que separarse –para tocarla– y se separaba cuando tocaba defender, en intentos mal temporizados de presión alta que cogían al rival bien desplegado y se convertían pues en temerarios. Jugadores como Portillo o Van der Vaart quedarían definitivamente condenados al ostracismo, mientras chocadores como Cejudo se convertían en básicos. El entrenador entró en una extraña dinámica de bandazos: unos días ponía equipos ultraofensivos (con resultados desastrosos, pues ni así tenía balón), los más ultradefensivos, unos días con falso extremo, otros con dos extremos, unos con Castro y mediapunta, alguno con dos tanques arriba y sin extremos –en vergonzosa tarde ante el rival doméstico–... Finalmente el equipo se desmoronó y Mel acabó despedido.
La segunda etapa de Merino
El nombramiento de Juan Merino coincidió con el cambio de vuelta y las llegadas, cedidos, de Montoya, Musonda y Damião. En sus cuatro partidos postvelázquez de la temporada anterior su trabajo había aportado poco en lo táctico y mucho en lo psicológico: 4-4-2 rígido, poquito gusto por el balón y mucha seguridad defensiva. Ahora tomaba al equipo en una situación muy parecida (Mel se había metamoforseado en un nuevo Velázquez) y, efectivamente, lo mismo aportó: el equipo se rearmó mental y defensivamente, y con Musonda ganó al menos velocidad para aprovechar los espacios en el juego a la contra. Eso, y un mejor trabajo a balón parado, dieron al Betis unos mínimos argumentos ofensivos más allá de los goles de Rubén; con ello y la mejora defensiva el equipo se puso en disposición de competir los partidos y, Adán y Castro de por medio, logró la salvación.
Más allá del orden defensivo, de nuevo desde ese ya citado 4-4-2 sin balón –jugase el Betis con segundo delantero o con mediapunta–, poca mejora táctica se observó, y ninguna en ataque. El Betis despreció ya por completo el buen trato al balón, y a ello contribuyó además el mal posicionamiento del equipo en ataque en la mayoría de los partidos, jugados con dos puntas (pues un tanque o Joaquín solieron acompañar a Castro) y dos extremos. Con N'Diaye prácticamente entre los centrales en la salida desde atrás, todos los jugadores del Betis menos su acompañante en el mediocentro (generalmente Petros) quedaban situados en un enorme círculo que dejaba vacía –y coja– la zona de interiores:
El juego de ataque bético osciló desde entonces entre lo flojo y lo grimoso. Cada decisión de Merino llevó al extremo el desprecio del último Mel por la posesión y por una salida de balón decente: Pezzella, tan eficiente en defensa como alérgico al balón, se convirtió en indiscutible; fue habitual ver no ya a un diestro cerrado como central izquierdo, sino como lateral izquierdo –e incluso que los diez jugadores de campo fuesen diestros–, o que Bruno jugase de lateral derecho. El posicionamiento en zonas interiores siguió totalmente descuidado: con dos extremos y dos delanteros ocurría lo arriba visto; si se jugaba con falso extremo en un lado se repetía el problema de solapamiento de Petros con Ceballos o con quien ahí jugase; por tanto, el juego interior sólo fue aceptable cuando Fabián o Ceballos jugaron como mediapunta, y ello, dada la escasa presencia arriba de los extremos, a costa de debilitar hasta la nulidad la llegada al área rival. La disyuntiva toque o gol se dio en adelante por inevitable en banquillo y prensa.
A cambio de semejarse en estos aspectos al último de Mel, el de Merino fue un equipo muy mejorado en defensa desde un bloque bajo de líneas juntas; y en general fue mucho más competitivo –raramente recibía ya goles tempraneros o bajaba los brazos–, a lo que bien pudo contribuir una política de convocatorias del entrenador aparentemente caprichosa pero probablemente muy relacionada con el trabajo semanal. Con ello, un puñado de goles a balón parado, las aportaciones de Musonda y un muy buen Montoya (de Damião nada se supo), la notoria mejoría de Ceballos y, ante todo, los goles y las paradas de los dos de siempre, la salvación se logró con relativa holgura, aunque no tanta como insinúa el engañosísimo décimo puesto final.
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